martes, diciembre 12, 2006

San Barandán

En la década de los cincuenta del siglo pasado, dos hermanos nacidos en Gran Canaria practicaban la noble profesión de la carpintería. En principio realizando trabajos para las casas de vecinos cercanos, para después convertirse en una de las carpinterías más populares de la isla. Silvestre Santana realizaba los trabajos junto a su hermano Agustín, pronto pasaron de fabricar puertas, mesas y todo tipo de mobiliario a manufacturar perfectas embarcaciones artesanales que hacían las delicias de los amantes del mar. No es difícil dejarse encantar por el sonido, olor y color cambiante de la gran masa líquida en aquellas islas bañadas suavemente por el Atlántico. Pronto saldrían de sus manos embarcaciones para la alta clase social de la época, que aunque escasa, poseía lo que a todos los demás faltaba.

En esa época la economía del municipio de Agaete estaba en auge por la recuperación de los, hoy casi exhaustos, cultivos de Plátano y tomate. En esta situación de bonanza económica el entonces alcalde del pueblo, Carmelo Arencibia Guerra, encargaría a los hermanos Santana una fabulosa embarcación para bordear con altivez la costa de la ínsula, mostrando así su mejorado estatus. Silvestre trabajó día y noche tirando de su hermano Agustín, que algo más epicúreo visitaba las tabernas cada vez que veía la oportunidad. Así, entre tragos de ron (rian en voz Guanche), golpes de martillo, bocadillos de pata y serrín, mimaban la forma perfecta de la chalana. De este modo, el 21 de Abril de 1953, tendrían la embarcación preparada, color roble y con una talla perfecta que rezaba “Carmelo Arencibia”.

Agustín y Silvestre zarparían ese miso día desde el Puerto de la Luz en Las Palmas hasta el lugar de la entrega. El itinerario lo conocían perfectamente, primero Tinoote, Hoya Alta, La Hondura, la peligrosa Punta del Camello, después San Andrés y, por fin, Agaete. Pero este familiar itinerario se tornaría en desgracia para la familia Santana.

Pasaron los días y no volvieron, después fueron meses que, al convertirse en años, hicieron cicatrizar la herida que se transformaría en un bonito recuerdo. Recuerdo de manos tan recias como nobles, con las durezas propias de los que esconden un milagro en la palma de las mismas. Aun hoy en día no se sabe si perecieron o acabaron en otro lugar para nunca regresar. Sólo un viejo pescador, que vive en el barranco de San Felipe, mantiene la teoría de que siguen con vida y disfrutan de una isla que pocos conocen.

Al llegar a La Punta del Camello, Silvestre notó un viraje de la embarcación que no obedecía a sus órdenes. Durante largos minutos luchó junto a su hermano por permanecer cercano a la costa, pero el esfuerzo no tendría la recompensa buscada. Así fue como se alejaron de la costa y, mar adentro, quedaron a expensas de la bondad del océano Atlántico. Pasaron dos días bajo el sol abrasador y sin alimento, ni siquiera una gaviota blanda y cruda, hasta que en el horizonte divisaron enormes acantilados con perfectas tallas faciales, tallas que representaban los rostros de hombres y mujeres de mirada pura. Al irse acercando a la isla vieron en el cielo cientos de colores, que no eran otra cosa que el reflejo de los bancos de peces en el mismo, después grandes playas a los pies de los acantilados. Fue una de esas playas, de arena gris plata, la que les daría la bienvenida a tierra firme. La isla ofrecía otros tesoros como dragos enormes que parecían dragones, arroyos cristalinos y frutos gigantes. Tan grandes que con uno sólo comían los voraces canariones. A la isla la llamaron San Barandán.

Desde entonces viven allí, ahora no con la soledad de los primeros años. Hace más de una década desde que grandes barcas, procedentes del África subsahariana, quedan varadas en las playas dando cobijo a hombres con la piel más oscura y la mente más clara. Hombres que huyen de sus casas buscando otro lugar mejor donde vivir, esta vez no es mentira. Ahora se calculan en miles los habitantes del trozo mágico de tierra que divisó por primera vez Silvestre.

Me consta que en la isla habita una comunidad que roza la perfección, sin conocer pretensiones, sustituyendo nuestra voraz forma de entender la vida por existencias reales. Obrando con bien definidos y firmes propósitos. Silvestre y Agustín olvidaron , o quisieron olvidar, el arte de hacer barcas, para nunca volver y seguir ofreciendo las playas gris plata a los iguales. Cuenta la leyenda que cuando a San Barandán se acercan los hombres de malas intenciones, la fantástica masa de tierra se sumerge para no ser contaminada por los mismos.

A Silvestre, Agustín y los demás habitantes de San Barandán.

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4 Comments:

Anonymous Anónimo said...

MMM. San Borondón es una isla de hombres puros. Hay navegantes que dicen haberla encontrado y haber regresado, incluso un inglés a finales del siglo XIX sacó fotos dentro de la isla y llevó muestras de sus plantas a Inglaterra.

12:47 a. m.  
Blogger BAR said...

Me encantaría conocerla...pero no quedarme para siempre ahí...todos los seres humanos necesitamos un poco aunque sea de maldad...

Un beso

11:50 p. m.  
Blogger Eulalia said...

Lástima que se queden en pura leyenda las tierras en que todos los hombres son iguales.
Sin embargo, la supervivencia de estos sueños señala que las naves pueden hundirse, pero no las esperanzas.
Un beso.

7:42 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Quizás San Bernardo sea la Ítaca guanxe a la que todos queremos llegar, pero en la cual el miedo a naufragar impide la búsqueda de otra isla mejor en la que habitar y poder degustar las delicias fermentadas de cebada y lúpulo

5:40 p. m.  

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